lunes, 9 de enero de 2012

El escritorio del literato


No quedaba claro si aquello frente a él era un escritorio…o un fértil campo de cultivo de ideas…o cualquier otra cosa, como tampoco se podía saber si él era un escritor…o un agricultor excepcional…o tal solo un mágico benefactor de criaturas desprotegidas.

El hecho es que cuando él se sentaba en su vieja silla favorita frente a lo que parecería -a los ojos de cualquiera de nosotros- un simple escritorio de roble, ocurrían en éste cosas inexplicables.

Para empezar, en cuanto se acomodaba en aquella desvencijada silla forrada de cuero, lo primero que hacía era abrir el cajón que estaba a su lado derecho.

De él sacaba un palo de algodón de azúcar que colocaba sobre la superficie del escritorio sin importarle que resultase pegajoso.

Después colocaba –sobre el mismo mueble- media decena de flores de calabaza (que el extraño escritor tenía en aquel mismo mágico cajón).

Sacaba también un viejo libro de acertijos, y un fonógrafo de la época de Johann Strauss con un cilindro de cera en el que, con ciertas dificultades, todavía se podía escuchar el vals del Danubio Azul.

Colocaba en un despostillado florero que había sobre el escritorio algunas azucenas recién cortadas, y al lado de ellas un pequeño plato con agua y nenúfares.

Después, pausadamente y sabiendo perfectamente lo que hacía, abría la ventana y encendía su pipa con fino tabaco Ashton con sabor a maple, y simplemente esperaba lo que necesariamente habría de ocurrir.

Primero apareció un tímido unicornio decidido a comer las frescas azucenas que estaban en el florero. Como notó que nadie lo molestaba, se recostó ahí mismo para rumiar los aromáticos pétalos que acababa de ingerir.

Enseguida aparecieron dos pequeñas hadas. Como son rápidas para desaparecer cuando así lo desean –y vieron que el unicornio se sentía a su gusto- se sentaron a platicar sobre un cómodo nenúfar que había en el plato junto al florero, y se contaron todas sus intimidades.

No tardó en aparecer un dragón goloso que gustaba de las flores de calabaza.

Un minuto después apareció una rana encantada que hablaba hasta por las ancas, deleitada por el agua melosa con nenúfares en el plato junto al florero despostillado.

Cuando empezó a sonar el vals Danubio Azul en el tocadiscos de cilindros de cera, apareció Fiorina, la princesa enamorada, buscando a su gallardo príncipe para que la sacase a bailar, lo que ocurrió justo antes de que llegasen los curiosos duendes atraídos por el misterioso libro de acertijos que se encontraba justo al lado del jarrón desvencijado.

Trascurridos varios minutos de alegría para todos aquellos preciosos seres, el escritor…o agricultor…o mágico benefactor de criaturas desprotegidas, mojó su pluma en el tintero y decidió escribir el cuento fantástico más bello que humano alguno hubiese creado.

Después de eso, cuando desapareció la luz de la luna que entraba por la ventana, todos los ahí presentes decidieron regresar al mundo al que pertenecían sin dejar el menor rastro.

Quedó sólo, junto a aquel viejo escritorio de roble, sentado en su silla de cuero, el escritor, feliz de la vida, no por haber escrito aquel maravilloso cuento, sino por la satisfacción de haber convivido algunos minutos con esas mágicas criaturas de otro mundo que ya formaban parte de su existencia.