jueves, 29 de mayo de 2008

Los pequeños dragones del rey Stuart

Severa advertencia al lector:

Nunca, por más que el hechicero Brian te los ofrezca, aceptes tener dragones en tu palacio, aunque éstos estén miniaturizados y guardados en campanas de cristal de Bohemia.

Debes siempre recordar que los dragones en cautiverio son fuente de conflictos impredecibles.



El joven e inexperto rey Stuart, del reino de Canatravía, fue agradablemente sorprendido una mañana con una propuesta de parte del hechicero Brian: los cuarenta dragones que habitaban en su reino serían atrapados, miniaturizados y guardados en campanas de cristal de Bohemia, en base a un nuevo conjuro de naturaleza musical que éste decía haber inventado recientemente.

El novel rey se dio por muy contento con el ofrecimiento, pues además de poder eliminar uno de los que él consideraba grandes problemas de su reino (el de los cuarenta dragones presuntamente asoladores), era muy aficionado a coleccionar cosas extrañas. Las cuarenta campanas de cristal con dragones miniatura serían la envidia del vecino rey de Argonía, hermano de su esposa.

Así, el hechicero empezó a invocar musicalmente uno por uno a los cuarenta ingenuos dragones de reino, quienes acudían al llamado de aquél como palomas ávidas de un grano de trigo.

Cuando los dragones llegaban volando a la casa del mago Brian, eran reducidos al tamaño de un brazo humano y guardados en campanas de cristal de Bohemia. En menos de dos semanas, treinta y nueve dragones estaban ya conjurados. Sorprendentemente no aparecía todavía Altair, el dragón dorado de la montaña árida. Brian lo invocó una y otra vez, pero éste no aparecía.

La fecha de la promesa del hechicero Brian al rey Stuart de entregarle completa la colección de dragones llegó a su fin. Aquél, nervioso por quedarle mal a su señor, recordó que éste apenas sabía contar hasta diez, así que decidió entregarle las treinta y nueve campanas de cristal, y olvidarse de Altair. Nadie en el palacio lo notaría.

La cara de satisfacción del rey Stuart fue total al recibir al mensajero del hechicero Brian cargando la colección de dragones en miniatura. Decidió colocarlos alineados en el pasillo que conducía hasta la alcoba real, para así poder verlos cada mañana al despertarse y cada noche al irse a la cama.

Mientras tanto, Altair, el dragón dorado de la montaña árida, quien desde hacía algún tiempo había comenzado a perder el oído debido a una infección microbiana, empezó a darse cuenta de que faltaban todos los demás dragones del reino. Como era un dragón muy afectivo y querendón, se preocupó por sus compañeros. Preguntó y preguntó, hasta que una ardilla sabia le dijo exactamente lo que había pasado.

El noble dragón Altair decidió salvarlos, por lo que acudió a la bruja Nímedes, enemiga acérrima del hechicero Brian.

Platicando ambos, ella le hizo saber que el conjuro musical utilizado por el hechicero Brian no era muy nuevo –ni siquiera su invento-, y que ella conocía el remedio: si los dragones encantados comiesen tan sólo un grano de polvo de concha de caracol irisado, volverían a su tamaño natural y romperían las campanas de cristal sin ningún esfuerzo. Todo esto se veía muy fácil, pero ¿quién podía entrar al palacio real sin ser visto y darle a los dragones el grano de polvo de concha de caracol irisado?

Eso sonaba complicado, hasta que Nímedes recordó que era muy amiga de una ratona blanca llamada Pulcracia, que entraba todos los días al palacio a robarse un poco de la harina que los cocineros reales usaban para hacer los pasteles del goloso rey Stuart.

La localizaron, y ella aceptó rociar polvo de concha de caracol irisado en la carne cruda que todos los días se preparaba en la cocina para alimentar a los dragones cautivos.

Al día siguiente, Pulcracia, la ratona, cumplió su cometido: los treinta y nueve dragones miniaturizados comieron carne cruda rociada con polvo de caracol. En cuestión de minutos, el remedio empezó a dar resultados, y todos ellos volvieron a su tamaño normal. El palacio se volvió un infierno de vidrios rotos, de rugidos de dragones enojados, de cortinas y alfombras que se incendiaban con el fuego de las flamígeras bestias liberadas.

El rey Stuart despertó con sus nalgas carbonizadas, y saltó desnudo por una ventana hacia la fuente del jardín, haciendo el ridículo delante de la población que morbosamente asistía a ver el inesperado incendio del palacio real.

El hechicero Brian apareció enseguida para repetir el conjuro musical y volver a atrapar a los dragones, pero Altair, como era sordo, fue el encargado de llevárselo en sus garras y arrojarlo de cabeza en un lago muy lejano.

Los treinta y nueve dragones salieron del palacio real que estaba en llamas, y felices aplaudieron a Altair, a Nímedes y a Pulcracia, los héroes de este cuento.

Nunca más nadie más en la historia osó molestar a los dragones del reino de Canatravía.

Desde entonces, el hechicero Brian se dedica a cultivar lechugas y rabanitos, con la promesa hecha a los dragones de no volver a su profesión de brujo.

Desde entonces, el joven e inexperto rey Stuart ha sido incapaz de volver a sentarse en su trono, por lo que siempre recibe a sus súbditos de pie en un nuevo palacio, en cuya puerta principal aparece una lectura en letras enormes que dice:

POR ÓRDENES DEL REY STUART, EN EL REINO DE CANATRAVÍA ESTÁ PROHIBIDÍSIMO MOLESTAR A LOS DRAGONES.